jueves, 11 de agosto de 2011

EL ARTE: la belleza parece ser claramente conocida



La belleza no empañada por ningún aura misteriosa, su carácter y naturaleza:
No han me­nester de ninguna teoría metafísica sutil y compleja para ser explicados.
  • La belleza es parte de la humana experiencia, algo palpable e inconfundible. Sin embar­go, en la historia del pensamiento filosófico:
  • El fenómeno de la belleza se ha manifestado como una de las mayores paradojas.
Hasta la época de Kant, la filosofía de la belleza significa siempre un intento de reducir nuestra experiencia estética a un principio extraño  y a sujetar el arte a una jurisdicción extranjera.

Fue Kant, en su Critica del juicio, el primero en     proporcionar una prue­ba clara         y convincente de la autonomía del arte.Todos los sistemas anteriores         buscaban un principio dentro de la esfera del conocimiento teórico o de la vida mo­ral.

Si se le consideraba como una resultante de la actividad teórica  era necesario analizar las reglas lógi­cas a que se conforma esta actividad particular, pero, en tal caso, tampoco la lógica misma representaba un conjunto homogéneo.
Había que dividirla en partes se­paradas y relativamente independientes;  había que dis­tinguir la lógica de la imaginación de la lógica del pensamiento racional, científico.


Alejandro Baumgarten ha llevado a cabo el primer ensayo sistemático y comprensivo para construir una lógica de la imagina­ción, pero tampoco este ensayo,  que en cierto sentido fue decisivo e inestimable, pudo asegurar al arte una verda­dera autonomía.Porque la lógica de la imaginación no podía pretender la misma dignidad que la lógica del intelecto puro.
Si existía una teoría del arte tenía que ser, únicamente, como gnoseología inferior, como un análisis de la porción sensible inferior del conocimiento humano.
Por otra parte, se podía describir el arte como un emblema de la verdad moral.   Era concebido como una alegoría, como una expresión figurada que escondía, tras su forma sensible, un sentido ético. Pero en am­bos casos, tanto en la interpretación moral como en la teórica, el arte no poseía un valor propio e indepen­diente.

En la jerarquía del conocimiento y de la vida humana no era más que  una etapa preparatoria, un medio subordinado y ministerial que apuntaba hacia un fin más alto.

La filosofía del arte nos muestra el mismo conflicto entre dos tendencias antagónicas que encontramos en la filosofía del lenguaje. No es esto una mera coinci­dencia histórica, pues nos conduce a la división básica en la interpretación de la realidad.


El lenguaje y el arte oscilan, constantemente, entre dos polos opuestos, uno objetivo y otro subjetivo. Ninguna teoría del len­guaje o del arte puede olvidar o suprimir uno de estos dos polos, aunque puede hacer hincapié en uno u otro. En el primer caso, el lenguaje y el arte son subsumidos bajo un título común,  la categoría de imitación,  y su función principal es mimética;  el lenguaje se ori­gina en un imitación de sonidos   y el arte en una imitación de cosas exteriores.
La imitación es un ins­tinto fundamental, un hecho irreductible de la natura­leza humana; "la imitación —nos dice Aristóteles—, es connatural al hombre desde la niñez, pues una de sus ventajas sobre los animales inferiores consiste en que es la criatura más mimética del mundo y aprende al principio por imitación".    Es, también, una fuente in­agotable de goce, como se prueba por el hecho de que, no obstante que los objetos mismos puedan ser penosos de ver, sin embargo, gozamos en ver las representacio­nes más realistas de ellos en el arte;
así, por ejemplo, las formas de los animales inferiores o de cuerpos muertos.
Aristóteles describe este goce más bien como una expe­riencia teórica que no específicamente estética.
"Apren­der una cosa es el mayor de los placeres, no sólo del filósofo sino también de todos los demás, por muy pe­queña que sea su capacidad;
la razón de nuestro gozo en ver la pintura es que, al mismo tiempo, uno está aprendiendo, captando el sentido de las cosas, es decir, que el hombre este es así o de otro modo" (Poética, 4. 1448b. 5-17).
A primera vista, este principio parece apli­carse únicamente a las artes representativas, pero fácil­mente se puede transferir a todas las demás formas.
También la música resulta una reproducción de las cosas. El tocar la flauta o el danzar no son, después de todo, más que imitación; porque el flautista o el baila­rín representan con sus ritmos los caracteres de los hombres, y lo que hacen y sufren (ídem, 1. 1447a. 26).
Toda la historia de la poética fue influida por la divisa de Horacio Ut pictura poesis y, según el dicho de Simónides, la pintura es poesía muda y la poesía una pin­tura que habla.


La poesía se diferencia de la pintura por el modo y los medios, pero no por la función gene­ral de la imitación.
Hay que observar que en las teorías más radicales de la imitación no se trataba de restringir la obra de arte a una mera reproducción mecánica de la realidad; todas ellas tenían que permitir, en un cierto grado, la creatividad del artista.
No era fácil conciliar estas dos exigencias. Si la imitación es el verdadero propósito del arte, resulta claro que la espontaneidad, el poder creador del artista será un factor antes perturbador que constructivo.
 En lugar de descubrir las cosas en su ver­dadera naturaleza, falsifica su aspecto. No podía ser negada por las teorías clásicas de la imitación esta per­turbación introducida por la subjetividad del artista, pero podía ser confinada dentro de sus propios límites y sujeta a reglas generales.
Así, el principio ars simia naturae no se mantiene en un sentido estricto y sin com­promisos, porque tampoco la naturaleza misma es infa­lible ni logra siempre sus fines. En semejantes casos el arte viene en ayuda de la naturaleza y la corrige real­mente o la perfecciona.
Ma la natura la da sempre scema,
Similemente operando all'artista
C'ha l'abito dell'arte e man che trema.134

Si "toda belleza es verdad" no toda verdad es nece­sariamente belleza. Para alcanzar la belleza suprema es tan esencial desviarse de la naturaleza como repro­ducirla.

La determinación del grado, de la razón pro­porcional de esta desviación, se convirtió en una de las tareas principales de la teoría del arte.

Aristóteles ha afirmado que, a los efectos de la poesía, una imposi­bilidad convincente es preferible a una posibilidad no convincente.

A la objeción de un crítico de que Zeuxis ha pintado hombres que no pueden existir en la reali­dad, la respuesta justa es que es mejor que los hom­bres tengan que ser como los pintamos, pues el artista debe mejorar su modelo.135

Los neoclásicos —desde los italianos del siglo XVI hasta la obra del abate Batteux, Les beaux arts reduits a un même principe (1747)— arrancaron del mismo principio.

El arte no tiene que reproducir la naturaleza en un sentido general e indiscriminado; reproduce la belle nature. Pero si la imitación representa el propó­sito real del arte, el concepto real de semejante natura­leza bella es muy cuestionable.

Pues ¿cómo podremos mejorar nuestro modelo sin desfigurarlo? ¿Cómo tras­cender la realidad de las cosas sin violar las leyes de la verdad?

Desde el punto de vista de esta teoría, la poe­sía y el arte en general no alcanzan a ser más que una falsedad agradable.

La teoría general de la imitación pareció mantenerse firme y resistir todos los ataques hasta la primera mi­tad del siglo XVIII, pero, precisamente en el tratado de Batteux, acaso el campeón más resuelto de la teoría,136 encontramos cierta inseguridad con respecto a su vali­dez universal.

La piedra de escándalo de esta teoría ha sido siempre el fenómeno de la poesía lírica. Los ar­gumentos con los cuales trata Batteux de incluir la poesía lírica en el esquema general del arte imitativo son débiles y poco concluyentes. Además, todos estos argumentos superficiales fueron arrumbados por la apa­rición de una nueva fuerza. El nombre de Rousseau señala en el campo de la estética un viraje decisivo en la historia general de las ideas, rechaza la tradición clásica y neoclásica. Para él, el arte no es una descrip­ción o reproducción del mundo empírico sino una super­abundancia de emociones y pasiones.

Su Nueva Eloísa resultó ser un nuevo poder revolucionario; desde su aparición, hubo que abandonar el principio mimético que había prevalecido durante varias centurias, dando entrada a una concepción y a un ideal, el del arte "característico".

Desde este punto podemos seguir la marcha victoriosa de un nuevo principio a través de toda la literatura europea. En Alemania, Herder y Goethe siguieron el ejemplo de Rousseau.

De este modo, toda la teoría de la belleza tuvo que adoptar una nueva forma. La belleza, en el sentido tradicional del término, no es en ningún modo la meta única del arte; de hecho, no es más que un rasgo secundario y de­rivado.

No acojamos una concepción errónea —advier­te Goethe a sus lectores en su ensayo sobre La arquitectura alemana—, no permitamos que la doc­trina afeminada de los modernos adoradores de la belleza os haga demasiado tiernos para gozar de una rudeza significativa, pues, de lo contrario, vuestra sensibilidad debilitada no podrá tolerar más que una dulzura insignificante.

Tratan de hacernos creer que las bellas artes han surgido de vuestra supuesta inclinación hacia la belleza del mundo que nos rodea. Esto no es verdad...

El arte es formado mucho antes de ser bello y, sin embargo, es entonces verdadero y grande arte, muy a menudo, más verdadero y grande que el mismo arte bello.

Porque el hombre posee una naturaleza formadora que se despliega en activi­dad tan pronto como su existencia se halla asegu­rada; ...Y así, el salvaje remodela con rasgos extravagantes, formas horribles y colores chillones sus objetos, sus plumas y su propio cuerpo. Y aun­que esta imaginería se compone de las formas más caprichosas, sin proporción de formas, sus partes se corresponden, porque un solo sentimiento las ha creado en un conjunto característico.

Este arte característico es el único verdadero. Cuando actúa sobre lo que se halla en torno suyo, partiendo de un sentimiento interno, único, indi­vidual, original, independiente, sin preocuparse, y hasta ignorando, de todo lo que le es extraño, en­tonces, ya haya nacido de rudo salvajismo o de una sensibilidad cultivada, es completo y viviente.

Con Rousseau y Goethe comenzó, pues, un nuevo periodo de la teoría estética; el arte "característico" ha logrado una definitiva victoria sobre el arte imita­tivo. Para comprenderlo en su verdadero sentido tene­mos que evitar una interpretación unilateral. No basta con poner el acento en el aspecto emotivo de la obra de arte. Es cierto que todo arte característico o expre­sivo se produce por la "inundación espontánea de sen­timientos poderosos". Pero si aceptáramos sin reservas esta definición de Wordsworth nos veríamos conduci­dos a un cambio de signo y no a un cambio decisivo de sentido.

En tal caso el arte seguiría siendo reproduc­tiva pero en lugar de serlo de cosas, de objetos físicos, resultaría una reproducción de nuestra vida interior, de nuestros afectos y emociones.

Empleando una vez más nuestra analogía con la filosofía del lenguaje, po­dríamos decir que en este caso hemos sustituido una teoría onomatopéyica del arte por una teoría interjec­tiva.

No es éste el sentido en que Goethe entendía la expresión "arte característico". El pasaje arriba citado fue escrito en 1773, en su juvenil periodo de Sturm und Drang, pero en ninguna etapa de su vida pudo descuidar el polo objetivo de su poesía.

134 Dante, Paradiso, XIII, v. 76.

135 Aristóteles, op. cit., 25. 1461b.
136 Sin duda, también en el siglo XIX la teoría general de la imitación desempeña todavía un papel importante.   Por ejemplo, es defendida y mantenida en  la obra de Taine, Philosophie de l'art.

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